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Las perlas que me perdí: rescatar a la niña interior

  • Foto del escritor: lucia gonzalez
    lucia gonzalez
  • 23 mar
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 5 may

Sobre la tristeza en la infancia, la magia ignorada y el camino de regreso a las partes olvidadas de uno mismo.


Tristeza, magia y las "miguitas de pan" de la infancia.

Últimamente, la infancia me llama desde algún rincón del tiempo, como un eco que rebota en las paredes de la memoria. Recuerdo el sol cayendo sobre mi piel, como si quisiera contarme un secreto, como si intentara recordarme de dónde venía y cómo se sentía estar allí. Sentía que no pertenecía aquí, que este planeta, esta familia, este barrio eran estaciones de paso, sombras de un hogar que no sabía nombrar.


Había momentos en los que la magia me envolvía con su manto invisible; me sentía rodeada de presencias, algunas amistosas, otras más esquivas, indefinidas. Era evidente para mí que existía mucho más de lo que el ojo humano alcanzaba a ver, que el mundo tenía pliegues ocultos donde lo invisible respiraba en silencio. Pero, con el paso de los años, esa magia comenzó a desvanecerse. La certeza de que todo era posible, de que todos los seres de todos los mundos estábamos a un suspiro de distancia, a un solo intento de separación, se fue esfumando. Y sentí como si eso que al principio me protegía me estuviera abandonando.


Comencé a sentir la vida como una prisión, algo que debía sobrevivir en lugar de gozar. La magia parecía pertenecer solo al cine, como si fuera digna únicamente de mundos inexistentes, como si no pudiera encontrarse en cada rincón de este mundo, en cada ser que lo habita.


Me recuerdo hipnotizada por el sol que se filtraba entre las hojas, atrapada en jardines ajenos. El mundo me resultaba estresante, y pertenecer, un esfuerzo inútil.


Recuerdo piscinas en las que no me sentía digna de nadar y conversaciones en las que mi voz no parecía resonar. No tenía palabras para explicar cómo me sentía, ni por qué. Solo la certeza de “algo más” que no entendía. No juzgaba, no analizaba. Solo sentía, percibía. Nostalgia, añoranza, tristeza, un hilo de miedo que a veces me erizaba la piel como un insecto extraño.


Recuerdo estar obsesionada con los “bichos bolita”, esos insectos que, al tocarlos, se hacen pelotita. Los dejaba subirse a mi mano, recorrer mis deditos, y pensaba: qué suerte tienen, poder esconderse así, negarlo todo, sumergidos en su propio calor, en su propio interior.


A veces surgen conversaciones al pasar con mi hija sobre cómo fue mi infancia, pero solo se me vienen imágenes sueltas, como páginas dispersas de un libro descuidado. Mi madre dice que fui una niña sonriente, pero mi memoria insiste en mostrarme sombras.


Me da temor que ella se sienta como me sentí yo. Me da terror que se adapte, que se encierre en su propia pena, que se quede navegando en la desorientación en lugar de saberse parte de todo, parte del sol. Entonces exhalo, me vacío, y la vuelvo a mirar… pero presente, con más apertura y permisión. Porque, como yo, no está sola ni separada del amor.


A lo largo de la vida intenté justificar y expresar esta pena, esta sensación de que el mundo era demasiado duro, de que el aire me raspaba la piel. Mis formas, muchas veces, fueron recibidas (o resistidas) como victimismo, como si expresar el anhelo de otra realidad posible fuera una queja. Pero no buscaba compasión, buscaba respuestas. Alguien que me dijera:


"No estás sola. No eres ajena. El mundo eres tú."


Alguien que me llevara a ver que mis sueños no eran ilusiones, sino semillas destinadas a florecer. Pero no podemos dar lo que no tenemos, y la consciencia colectiva no era la de hoy; la magia era solo imaginería, y nosotros éramos solo… personas.


La vida se volvió un constante esfuerzo, intenté adaptarme a lo preestablecido y sufrí bastante. Supervivencia en todo su esplendor. Incluso sin heridas visibles, dentro de mí se había instalado un invierno gris, apagado. Miraba alrededor y sentía que todos habían heredado algo de suerte, menos yo. Que el universo me había dejado fuera del pacto, y entonces me comprometí con mi destino inevitable: “A mí no me tocó.”


Me sentía sin derecho a nada. Ni siquiera a sentir lo que sentía. Por muchos años no supe como cambiar esta percepción de la vida pero tampoco resignarme. Aunque aún no encontrara pruebas a mi favor. Quería algo más, otra cosa: creo que anhelaba el derecho a existir con plenitud.


Entonces lloraba o me enojaba constantemente; sufría profundamente el vivir fragmentada.


Mi vida fue un despliegue de intentos y aventuras, de pruebas y errores. Fluctuando constantemente entre películas de terror y cuentos de hadas. Y puedo decir que he vivido. Honro cada paso y reconozco que todo lo vivido me trajo hasta aquí. Solo que aquí no resultó ser lo que imaginaba. Aquí significa que volví a mí, que desperté en mí.


Todas esas experiencias, esos paisajes, esos movimientos vertiginosos o sutiles, no develaron por completo lo que buscaba: eso que solo puede ser tocado y gozado dentro de uno mismo. Esos regalos que solo se revelan en presencia de la bondad, de un corazón abierto, de un silencio compasivo.


Escribo esto desde la certeza de que todos estamos volviendo a casa. Que cada uno, a su manera y a su paso, está reconociendo el dolor intolerable de la fragmentación y abriendo los ojos como consciencia en esta dimensión. Y siento una alegría inmensa, aquí, desde mi hogar interior, por estar cada vez más llena de esto que somos, y cada vez más abierta a esta exploración.


Para mí, hoy, el camino más directo hacia la paz es rescatar a la niña interior de cada rincón donde se escondió de la vida. De cada escena donde se sintió desamparada y quedó paralizada, congelada en el tiempo y en el esfuerzo.


Tengo que amar (permitir). Porque ahora puedo ver que en cada sensación que emerge y pide ser notada, habitan tesoros que se revelan a su tiempo, como pueden. Y nada me da más gozo que quitarle el envoltorio a esos regalos y encontrarme con las perlas que de niña me perdí.


Gracia y liviandad,

Lu.

 
 
 

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