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Gracia en las sombras: un renacer espiritual desde la oscuridad

  • Foto del escritor: lucia gonzalez
    lucia gonzalez
  • 16 mar
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 5 may

Un sueño premonitorio, la maternidad y el viaje desde la oscuridad hacia la luz, guiado por la fe, la conciencia y el amor.



Un sueño, una hija y un renacer inminente desde las profundidades de la sombra.


Hace muchos años en Argentina, soñé con un calabozo subterráneo. No era un calabozo cualquiera, sino una grieta en la tierra, un hueco oscuro donde las paredes parecían devorarlo todo. No era muy profundo, pero sí vasto. Éramos muchos allí—sombras vivientes, cuerpos desarticulados retorciéndose en la desesperación por escapar. Todo era marrón, opaco, como si la vida hubiera sido drenada de cada ser que intentaba trepar y huir, incluso si eso significaba arrastrarse en intentos inútiles por la falta de vitalidad y presencia.


Yo también estaba allí. Pero mi piel aún tenía color, mi cuerpo aún conservaba su forma humana. Y aunque me encontraba en un estado de desolación y miedo, sentía una profunda compasión por todo y por todos, incluso por mí misma—algo poco habitual en mí.


De repente, percibí la luz de la abertura con mayor intensidad, y una presencia cálida y amorosa, como la de un padre que nunca abandona a su hijo, me envolvió en todos los niveles. Antes de poder comprenderlo, fui elevada por encima de todos los que estaban allí, suspendida en el aire, como si la gravedad hubiera cedido ante la gracia. Sentí el aire cambiar, el peso de la desesperanza desvanecerse, y en un instante, estaba flotando en una escalera de piedra en espiral, ascendiendo rápidamente.


Ya no me observaba desde afuera. Era yo la que ascendía, liviana como el viento, etérea como un suspiro. La oscuridad quedó atrás, y de pronto, me encontré en la cima de un faro.

Las cortinas blancas danzaban con la brisa. La piedra fría y firme sostenía mi presencia en aquel espacio solitario, pero inmensamente luminoso. Respiré. Me sentí a salvo. Por primera vez en mucho tiempo, la certeza de que todo estaba bien me envolvió como un abrazo.


Me quedé junto a la ventana por un momento, contemplando el sol. Luego me giré, y allí estaba: una cuna. Sabía que era una niña, que era mi hija, aunque no podía verla. No era necesario. Sabía que había sido ella—su existencia, su esencia—lo que me había elevado. Fue su llegada lo que inclinó la balanza a favor de la luz. Su mera presencia, su simple ser, había sido el faro que me guió hacia un nuevo horizonte. Y lo supe porque el amor y la paz que sentí eran tan inmensos y, al mismo tiempo, estaba decidida y segura de que siempre sería así—por ella, por mí, por todo lo que existe.


El sueño terminó allí, pero nunca lo olvidé. Con el tiempo, ese sueño se revelaría como una visión de renacer espiritual desde la oscuridad —uno que echó raíces en lo más profundo del miedo, pero que se extendía hacia la luz.


El sueño terminó allí, pero nunca lo olvidé.

Al día siguiente, se lo relaté a Juan, el padre de un amigo muy querido, Juan me había abierto las puertas de su hogar para que pudiera quedarme un tiempo entre viajes. Había hecho mi primer viaje a California unos meses antes y necesitaba apoyo y contención para procesar el cambio radical en mi percepción de la vida. Juan era mayor que yo, y su alma amable me escuchaba atentamente cada vez que necesitaba compartir algo, así que no dudé en contárselo. Era tarotista y me explicó algunas cosas sobre la simbología del sueño. Aunque había muchos aspectos luminosos, lo noté un poco preocupado—atento, diría yo. Sentí que ambos lo veíamos más como una premonición que como una vida pasada o algo irrelevante. Y, sinceramente, yo también me sentí un poco inquieta… o alerta.


Unos años después, en México, quedé embarazada de Vida, mi hija. No fue buscada, pero fue invitada—aunque esa es otra historia. Y un año y medio después, en 2020, el mundo entero cayó en un calabozo colectivo, obligando a la humanidad a enfrentar su propio abismo de incertidumbre y miedo. Yo descendí con él. Como en el sueño, vi rostros distorsionados dentro y fuera de mí, sentí la desesperación colectiva, experimenté pánico, el terror del desempoderamiento y recuerdos de tortura física y psicológica.


Pero algo dentro de mí recordó. Algo inexplicable para mí en ese momento, algo que ahora llamo fe, ser, consciencia—sabía que aún existía una salida. Y con cada respiración, cada meditación, cada instante en el que Vida dormía contra mi pecho y su calor me recordaba la luz, mi determinación por la paz crecía más y más. Y me di cuenta de que encontrar o construir, volverse consciente o crear, son dos caras de una misma moneda, y así fue como la escalera hacia Dios, hacia la plenitud, se fue diseñando dentro de mí.


No fue un ascenso inmediato. No floté como en el sueño, no en segundos. Pero poco a poco, la gravedad del miedo perdió su fuerza y la liviandad comenzó a ocupar su lugar. Comprendí que la cuna en mi sueño no solo representaba a mi hija, sino también a la versión de mí misma que nacía junto a ella. Su presencia fue la brújula, la certeza, la elevación que me ancló en la creencia de que otra realidad era posible.


Hoy, miro hacia atrás y está claro que este sueño no fue solo una visión pasajera, sino una premonición de un viaje por venir—y que ese pozo, por más aterrador que pareciera, no era solo un calabozo, sino también un útero. Allí, cada alma tenía la posibilidad de renacer en vida si era su momento de hacerlo. No era solo una prisión; era un umbral.


Este sueño no solo anticipó mi camino, sino también la elección que todos tenemos—seguir atrapados en el laberinto del miedo y la contracción o recordar que, en cualquier momento, podemos entregarnos a la gracia y aceptar la mano benévola de la luz.


La mente intentará regresar a donde más acostumbrada está a residir. Redirigir y crear un nuevo enfoque y estado interior fue una decisión consciente, frustrante y dolorosa en ocasiones, pero hoy puedo decir que ya no está llena de sufrimiento ni lucha. Y deseo para todos el camino de menor resistencia, de una vez y para siempre.


Gracia y liviandad,

Lu.

 
 
 

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